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Andando en círculos virtuosos

«Era inevitable: el olor a las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados…».

Tanto si le hubiesen preguntado al doctor Juvenal Urbino como a mí, la recomendación sería igual de cortante: nunca estudien una carrera de ciencias sociales o humanidades. Entender la complejidad del ser humano es entender que ninguna decisión es más o menos válida, que cualquier variable puede ser espuria. Dicho esto, espero que entiendan que no habrán verdades absolutas a partir de lo que diga ahora. 

Entré a Factoría pidiendo precisamente diversidad. Diversidad de personas, de opiniones y de carreras. Yo venía de un mundo de ciencias sociales, que tanto las amo a pesar de los quebraderos de cabeza que me dan. Y me he acabado encontrando a un sinfín de personas con las que disfrutar contemplando la vida desde calidoscopios complejos, distintos, más añejos o menos, moldeados por el mismo aire o por corrientes de otros lares. 

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El match del talento

Entiendo el talento como el conjunto de todas nuestras habilidades puestas a disposición para hacer algo de una forma distinta al resto (pero sin romper nada, ya me entendéis). Es como lo defino en este momento. Puede que en diez minutos, cinco horas, veinte semanas o dos años y medio, la definición que dé sea distinta, como cuando vuelves a revisar un texto y siempre encuentras algo que mejorar, o el dibujo que vuelves a mirar y encuentras mil trazos nuevos para convertirlo en algo distinto.

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Cuatro mil semanas

¿Cuatro mil semanas de qué? ¿Cuatro mil semanas para qué? Estas preguntas fueron las que me vinieron a la mente al leer el título del último libro del autor británico Oliver Burkeman. Obtuve la respuesta al navegar entre sus páginas: cuatro mil semanas de vida. Cuatro mil semanas para una vida media de 80 años. En mi caso, cuatro mil semanas para convertirme en cirujana, viajar a todos los continentes, aprender 10 idiomas, escribir tres libros, descubrir por qué estoy aquí, formar una familia y explorar la infinidad del conocimiento humano actual. (Y quizá alguna cosa más).

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¿Quiénes somos?

Cristina y yo nos hemos visto en la misma terraza donde nos conocimos hace ya más de cuatro meses. Fue a mediados de enero, comienzo de Factoría. Hoy Cristina cambia el café por una caña y yo me mantengo en el ColaCao. En ese momento, un déjà vu da comienzo a una conversación de la que acabará naciendo el texto que te encuentras leyendo. “Me acuerdo cuando pediste el ColaCao el primer día”, dice Cristina. Con sed de conocernos, hablamos mucho aquella tarde sobre la pregunta que no te deja dormir en Factoría: “¿Quién soy?”. Aquí y ahora -cuatro meses después -, creemos estar algo más encaminadas hacia una respuesta decente y argumentada. Pero todavía somos incapaces de responder al completo (¿alguna vez lo seremos?), así que hoy, juntas de nuevo, hemos jugado a responder en plural, responder a un ¿quiénes somos? – o, al menos, quiénes creemos ser-. Sorprendentemente, no ha resultado ser nada de lo que esperábamos.

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La importancia del cuidado

Cuidar es un verbo que sin darme cuenta empleo muy a menudo. Estoy seguro de que te es familiar y que tu también lo usas en tu día a día. Hablamos de cuidar de nuestros ancianos, de cuidar de los niños o incluso cuidar de los enfermos. A pesar de ver que el cuidado está muy presente en nuestra sociedad, siento que no tiene ni el peso, ni el valor que debería.

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Opiniones válidas, pero, ¿valiosas?

Si estáis leyendo este post me voy a permitir asumir que sois personas curiosas, que os gusta aprender y que en ratos libres os gusta informaros sobre temas variados. En mi caso, por ejemplo, me encanta informarme sobre temas de política nacional e internacional, sobre ciencia, sobre tecnología y sobre historia. Como ya sabréis hay mil formas diferentes de informarse sobre los temas que nos interesan, desde periódicos hasta informativos de televisión, pasando por charlas, libros, debates y otros tantos formatos interesantes donde aprender y expandir nuestro conocimiento.

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En internet está todo menos el brillo de ojos

Un viernes de hace no demasiado volví a ese lugar del que hablo cuando digo que vuelvo a casa, a la calle donde mis hermanos y yo crecimos jugando. El día anterior habíamos tenido en Factoría una sesión sobre innovación en la que Andrea nos propuso resolver acertijos. Cleopatra y Marco Antonio sin vida. Un perro. Cristales en el suelo. No sé si pusimos en marcha el pensamiento lateral – principal objetivo de la actividad -, pero inventamos historias dignas del próximo drama de la gran pantalla. El tiempo limitado de la sesión me dejó con ganas de más así que ese viernes, en casa, utilicé la sobremesa de la cena para embarcar a mi familia en el proceso creativo. Las respuestas veloces y brillantes de mi hermana me hacían dudar si de verdad no conocía los acertijos con anterioridad. «Venga, Cristina, otro más», suplicaba. Y yo recitaba el siguiente mientras mi padre todavía meditaba qué narices hacía aquel hombre empujando un coche. Una vez habíamos dado con todas las soluciones y puesto fin a la velada, reflexioné que Factoría no es solamente para uno mismo, sino que también es, de alguna manera, para aquellos que nos rodean. Al día siguiente, mi hermana les contó a mis tíos qué es el pensamiento lateral y les regaló los acertijos. Días después, hizo lo mismo con amigos.

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El miedo a ser descubiertos

Vivo con un miedo que siento que es inherente a mi persona, aunque sé que no siempre ha estado allí. El miedo a ser descubierta. Desde muy pequeña empecé a observar el mundo alrededor, y en algún momento empecé a pensar que no podía participar en él, a no ser que pretendiese ser alguien que no era. Me gustaba ver las cosas desde la magia, y quería que la magia fuese real. Pasaba mi tiempo explorando los rincones de mi mente, y deseaba compartir lo que encontraba. Y cuanto más lo callaba, más volvía a explorar. Algunos días encontraba mundos hechos de algodón de azúcar, y otros, descampados fumigando en medio de una lúgubre noche. A veces encontraba ideas, a veces encontraba pesadillas. Cuanto más indagaba, los mundos que descubría eran más alejados del mundo en el que vivía, los pensamientos, cada vez más rodeados por la oscuridad, los temores y las inseguridades, cada vez más prevalentes. Estaba atemorizada, no quería aceptarlos y pensaba que estaba sola en ello.

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Todos los caminos llevan a Roma

La sociedad te da un camino. Luego la gente que te rodea – tu familia, tus profesores, tus amigos – contribuye a delimitarlo y asentarlo como principal guía y objetivo. Este camino está compuesto por expectativas e ideales muy marcados, y se nos presenta a todos como la forma válida de existir y proceder: una basada en la memorización, las ciencias, la especialización, el trabajo y las promociones, el ser la persona en los grupos de gente, la búsqueda de admiración ajena, la perfección estética… [complete el lector con lo que considere – creo que todos estamos familiarizados con estas baldosas]. Si sigues este camino, maravilloso, ¡has acertado, éxito! Si no encajas en él — sea cual sea la razón — entonces cuidado con la sensación de fracaso y de invalidez; con sentirte perdida, fuera de lugar, alienada. De repente, la sociedad, que rinde culto a este camino, aparece como algo total y absolutamente ajeno a ti.

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Cuando te dan calabazas

Hace un año por estas fechas, tuve una conversación telefónica con una persona que, para en aquel entonces, era una total extraña para mí. Se trataba de Ángela una de las directoras del programa de Factoría de Talento. Hablamos durante más de una hora sobre la vida, sobre mi currículum,  sobre mis sueños, pero sobre todo, hablamos de los motivos por los que no había entrado en Factoría.

Ahora es cuando os preguntáis ¿Qué pinta este chico hablando aquí, si no entró en Factoría?

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