
¿Tenemos la responsabilidad de explotar nuestro talento?
Hace unos días, en un tren que iba de la Haya a Ámsterdam, un grupo de cinco personas empezamos a hablar de algo que siempre me ha intrigado: ¿qué grado de responsabilidad tiene sobre el desarrollo de su talento la persona que lo posee? Los cinco acabábamos de vivir, en las últimas horas, una experiencia de esas que alimentan todos tus sentidos y se instalan para siempre en tu corazón: habíamos conseguido ganar una competición internacional que nos apasionaba y para la que llevábamos meses preparándonos. Habíamos trabajado durísimo durante veinticuatro horas seguidas; habíamos compartido tanto el nerviosismo incontrolable como la alegría infinita; habíamos aprendido, sobre la marcha, a convivir con un ritmo frenético de sensaciones. En definitiva, de forma casi instintiva, movidos por algo en nuestro interior, habíamos puesto nuestra pasión al servicio de un objetivo que considerábamos noble: en este caso, colocar a nuestra universidad y a nuestro país en el lugar que merecía en este tipo de competiciones. Aunque nunca lo habíamos verbalizado de esta forma, creo que todos nos habíamos vaciado emocionalmente por esa razón: porque pensábamos que teníamos el potencial de generar un impacto. Y esa mañana de domingo de camino a Ámsterdam sentíamos algo así como la satisfacción del deber cumplido: habíamos materializado nuestro talento, lo habíamos convertido en algo tangible, lo habíamos utilizado para transformar la realidad.