Cuando uno tiene una historia que contar, la intuición te dice cómo hacerlo. Pero ¿y si no sabes qué contar, y si no sabes qué hacer? Ahí es cuando escuchamos esa frase que tantas veces nos han contado: Bueno tu escribe, que ya se te ocurrirá algo.
Un viernes de hace no demasiado volví a ese lugar del que hablo cuando digo que vuelvo a casa, a la calle donde mis hermanos y yo crecimos jugando. El día anterior habíamos tenido en Factoría una sesión sobre innovación en la que Andrea nos propuso resolver acertijos. Cleopatra y Marco Antonio sin vida. Un perro. Cristales en el suelo. No sé si pusimos en marcha el pensamiento lateral – principal objetivo de la actividad -, pero inventamos historias dignas del próximo drama de la gran pantalla. El tiempo limitado de la sesión me dejó con ganas de más así que ese viernes, en casa, utilicé la sobremesa de la cena para embarcar a mi familia en el proceso creativo. Las respuestas veloces y brillantes de mi hermana me hacían dudar si de verdad no conocía los acertijos con anterioridad. «Venga, Cristina, otro más», suplicaba. Y yo recitaba el siguiente mientras mi padre todavía meditaba qué narices hacía aquel hombre empujando un coche. Una vez habíamos dado con todas las soluciones y puesto fin a la velada, reflexioné que Factoría no es solamente para uno mismo, sino que también es, de alguna manera, para aquellos que nos rodean. Al día siguiente, mi hermana les contó a mis tíos qué es el pensamiento lateral y les regaló los acertijos. Días después, hizo lo mismo con amigos.
Vivo con un miedo que siento que es inherente a mi persona, aunque sé que no siempre ha estado allí. El miedo a ser descubierta. Desde muy pequeña empecé a observar el mundo alrededor, y en algún momento empecé a pensar que no podía participar en él, a no ser que pretendiese ser alguien que no era. Me gustaba ver las cosas desde la magia, y quería que la magia fuese real. Pasaba mi tiempo explorando los rincones de mi mente, y deseaba compartir lo que encontraba. Y cuanto más lo callaba, más volvía a explorar. Algunos días encontraba mundos hechos de algodón de azúcar, y otros, descampados fumigando en medio de una lúgubre noche. A veces encontraba ideas, a veces encontraba pesadillas. Cuanto más indagaba, los mundos que descubría eran más alejados del mundo en el que vivía, los pensamientos, cada vez más rodeados por la oscuridad, los temores y las inseguridades, cada vez más prevalentes. Estaba atemorizada, no quería aceptarlos y pensaba que estaba sola en ello.