«Era inevitable: el olor a las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados…».
Tanto si le hubiesen preguntado al doctor Juvenal Urbino como a mí, la recomendación sería igual de cortante: nunca estudien una carrera de ciencias sociales o humanidades. Entender la complejidad del ser humano es entender que ninguna decisión es más o menos válida, que cualquier variable puede ser espuria. Dicho esto, espero que entiendan que no habrán verdades absolutas a partir de lo que diga ahora.
Entré a Factoría pidiendo precisamente diversidad. Diversidad de personas, de opiniones y de carreras. Yo venía de un mundo de ciencias sociales, que tanto las amo a pesar de los quebraderos de cabeza que me dan. Y me he acabado encontrando a un sinfín de personas con las que disfrutar contemplando la vida desde calidoscopios complejos, distintos, más añejos o menos, moldeados por el mismo aire o por corrientes de otros lares.
Hace unos días, en un tren que iba de la Haya a Ámsterdam, un grupo de cinco personas empezamos a hablar de algo que siempre me ha intrigado: ¿qué grado de responsabilidad tiene sobre el desarrollo de su talento la persona que lo posee? Los cinco acabábamos de vivir, en las últimas horas, una experiencia de esas que alimentan todos tus sentidos y se instalan para siempre en tu corazón: habíamos conseguido ganar una competición internacional que nos apasionaba y para la que llevábamos meses preparándonos. Habíamos trabajado durísimo durante veinticuatro horas seguidas; habíamos compartido tanto el nerviosismo incontrolable como la alegría infinita; habíamos aprendido, sobre la marcha, a convivir con un ritmo frenético de sensaciones. En definitiva, de forma casi instintiva, movidos por algo en nuestro interior, habíamos puesto nuestra pasión al servicio de un objetivo que considerábamos noble: en este caso, colocar a nuestra universidad y a nuestro país en el lugar que merecía en este tipo de competiciones. Aunque nunca lo habíamos verbalizado de esta forma, creo que todos nos habíamos vaciado emocionalmente por esa razón: porque pensábamos que teníamos el potencial de generar un impacto. Y esa mañana de domingo de camino a Ámsterdam sentíamos algo así como la satisfacción del deber cumplido: habíamos materializado nuestro talento, lo habíamos convertido en algo tangible, lo habíamos utilizado para transformar la realidad.
Ira en los ojos de quien pide ayuda y ante un consejo que aún no comprende grita: ¡Eso no me sirve!
Durante años yo también cargué ese mismo fuego tras las pupilas, convencido de que “nos educan para una vida que no vamos a vivir”, temiendo que nada de lo que me habían enseñado iba a ser directamente aplicable en lo que me quedaba por delante… Tiempo después he comprendido, que ahí está la gracia.
Quizá en lo siguiente me equivoque, pero no deben ser pocas las miradas en llamas que pululen por ahí, sospechando a cada consejo que “las cosas no son tan fáciles”. Y equivocado o no, creo que lo siguiente será de utilidad, al menos para mí, pues poner las cosas en palabras me ayuda a asimilarlas.