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Vivir Lento

Siempre me han gustado las cosas lentas. Me gusta el silencio que acompaña al café dela mañana. Me gustan las sobremesas eternas, de esas donde deja de importar cuán rápido corran las agujas del reloj. Me gusta dar mil vueltas antes de ducharme, salir de casa o meterme a la cama, solo por sentir que puedo acariciar los minutos que le preceden; hacerlos míos. Me gusta andar y saber dónde ando, fijándome en la flor que florece un año más, en el nombre de una calle hasta entonces desconocida o en las vidas que, ajenas al ajetreo a sus pies, dilatan el tiempo en los balcones de la ciudad.

Vivir lento en una ciudad como Madrid es difícil. Me atrevería a decir, incluso, que es prácticamente imposible. Correr a ese metro que vas a perder, caminar con prisa y la vista fija en el objetivo, ver las hojas del calendario pasar y decirte “pero, ¿ya es Navidad de nuevo?” son cosas que están a la orden del día.

Llevo dos meses transitando rincones de Asia, andando discreto y sin dejar mucha huella, y he ido percibiendo en este tiempo como mis pasos se vuelven ligeros. El andar se enlentece, y con él también la mente. Deja de importar si tardan una hora en servirte la comida, si el autobús tarda 5 horas en vez de 4 o si te desvías del camino por ver un atardecer bonito. Es un lugar donde no se vive preso del tiempo. No todavía.

Hace unas semanas tuve la oportunidad de pasar unos días en un retiro de meditación, camuflándome en la vida y la rutina de los monjes. Mentiría si dijese que no se me hizo raro dedicar la mayor parte del día a meditar, acostumbrada a vivir siempre con la prisa pisándome los talones. Pero un aprendizaje que me llevé de mis días allí y que, espero, me acompañe, es la importancia de saber calmar la mente, de saber estar. Solo eso. Estar. Según pasan los días aquí, voy haciendo balance de todos los aprendizajes que me llevo en la mochila. Y no solo eso, sino que analizo todo lo que me ha traído aquí. Por qué estoy aquí. Por qué hago esto.

Y entre todas estas reflexiones voy descubriendo que, quizás, las cosas que me han traído aquí son precisamente esas cosas que se viven lento. Y es que, entre el frenetismo y la vorágine de la ciudad, aún es posible encontrar espacios de calma, de pausa, de lentitud.

El año pasado encontré uno de esos espacios. Me puse unas gafas de color naranja y transité durante unos meses por ese “oasis de calma” que es Factoría. Cada jueves, el mundo se apagaba a mi alrededor mientras aprendía y redescubría distintas formas de ver el mundo, de verme a mí misma. Aprendí los valores que me mueven y son la suela de los zapatos sobre los que hoy camino. Aprendí sobre orientar la energía y es la brújula que uso cada día al moverme. Aprendí a percibir el mundo en sistemas y descubrí los trasfondos de cada historia que escucho.

Gracias, en gran medida, a Factoría, ahora transito por el mundo siguiendo una carretera secundaria, una que aún no está muy habitada. Me permite pararme a ver las flores, a escuchar el sonido del río o a sentir el viento en la cara con la ventana bajada. Es una carretera donde se vive lento.

Durante estos meses estoy hablando mucho con mi niña interior, con la niña que fui. Al hilo de lo que aprendimos en una de las sesiones, la visito de vez en cuando. Le cuento cómo se ve el mundo, todo lo que le espera y le aseguro que sigo regando las plantas de las semillas que hemos ido plantando. Entre ellas, una semilla de color naranja.

Tengo que decir que me da un poco de miedo pensar en volver a casa. Perder la lentitud y volver a no ser dueña de mis pasos, arrastrada por el tráfico de la autopista principal. Pero confío en que, cada vez más, tengo las herramientas suficientes para ser yo quien lleva el timón de mi barco. Confío en que sabré andar lento, respirar lento, vivir lento. Y si no, siempre me quedará regresar a ese oasis de calma, tomarme un café con Pablo, Andrea o Ángela y dejar que los minutos corran mientras recordamos lo bonito que se ve el mundo bajo una luz de color naranja.

Escrito por María Álvarez Negueruela, participante de la 11ª edición de Factoría de Talento.

VINCIT QUI SE VINCIT

«Vincit qui se vincit» fue una frase muy famosa en la Antigua Roma, utilizada por un autor romano que se traduce algo así como «Vence el que se vence» o «Vence aquel que se vence a sí mismo». Hay dos interpretaciones muy bonitas acerca de esta frase y que me parecen muy interesantes que giran en torno a la autodisciplina, el autoconocimiento, el autocontrol y la capacidad de superar las propias limitaciones.

Por un lado, se puede entender que al fin y al cabo, solo consigue verdaderamente cumplir sus objetivos aquel que se conoce a sí mismo. Conocerse a sí mismo implica saber tanto tus limitaciones como tus fortalezas. Entender cómo gestionas emociones, situaciones, que te hace feliz y que es lo que te motiva. Conocerte es de vez en cuando sentarte contigo mismo y entender el porqué de lo que haces y muchas veces también el cómo. Porque como dijo Tao Te Ching «Conocer a otros es inteligencia, conocerse a sí mismos es sabiduría. Manejar a otros es fuerza, manejarse a sí mismos es verdadero poder».

Y estoy convencido de que este es uno de los factores que marcan la diferencia. Saber priorizar en base a tus capacidades, emociones y preferencias. Saber porque vas en la dirección que vas y cuál es la mejor forma de construir el camino. Porque se dice mucho que al éxito se llega cogiendo los caminos correctos, pero yo creo que el camino lo haces tú. Y para ello tienes que tener claro qué quieres construir, qué puedes construir y cómo quieres construirlo. Parar un momento en este mundo tan acelerado para hablar contigo mismo, para saber entenderte a ti.

Por otro lado, en la primera interpretación se considera al autoconocimiento como una herramienta por decirlo así. Pero la otra famosa interpretación y la que creo que de verdad es interesante, es que el conocerse a sí mismo es la verdadera meta. El que se vence a si mismo es el que alcanza la verdadera victoria. Gastamos muchos esfuerzos en analizar por qué las personas actúan como actúan, pero pocos en analizar porque actuamos como lo hacemos. Y se considera que está es la meta porque, una vez consigues entenderte a ti mismo, eres capaz de gestionar a la perfección tus impulsos, emociones, saber en qué situaciones ponerte para sacar tu máximo rendimiento y, en definitiva, te sientes pleno, satisfecho, orgulloso y consciente de tus acciones. Es decir, como he mencionado al principio, es un indicador directo de tranquilidad, consciencia, capacidad de superarse a sí mismo y autodisciplina. Conocerte a ti mismo es como tener un flotador en el agua, por muchas veces que te hundas vas a acabar encontrando la manera de volver a la superficie.

Hay muchas formaciones que tratan acerca de entender a personas, de comunicarse con ellas y de trabajar en equipo. Pero pocas tratan acerca de conocerte a ti mismo, comunicarte contigo mismo y saber trabajar con tu mejor aliado: tú mismo. Este es uno de los factores que diferencia Factoría de Talento. La persona que entra a Factoría y la que sale, en esencia, es la misma. Solo que al salir es más consciente de quién es y quién quiere ser, de cómo trabaja en equipo, de que puede aportar y que debe dejarse aportar, que le mueve día a día, que le hace feliz y que creé que lo hará en el futuro. En definitiva, Factoría te acerca al famoso dicho «Vincit qui se vincit», porque como una vez nos dijo Ángela «Uno es sabio para conocerse a sí mismo».

Escrito por Alejandro Martínez, participante de la 11ª edición de Factoría de Talento.

UN VIAJE A LO EXTRAORDINARIO

A lo largo de estas últimas semanas, me he preguntado muchas veces cómo empezaría a
escribir estas líneas. A menudo, nos planteamos el rumbo que tomarán las cosas, solo para
descubrir que el camino que elegimos difiere de nuestras expectativas iniciales. En mi caso,
compartir mi experiencia con Factoría no es solo una oportunidad, sino una forma de
expresar la gratitud profunda que siento por la puerta que se abrió ante mí en diciembre de
2022.

Factoría ya había llamado mi atención en años anteriores, mostrándome a personas
inspiradoras de las que aprendía constantemente. No creo en las casualidades, y mi llegada
a la décima edición de este programa se sintió como una parada obligatoria en ese camino
que cada uno recorremos solos, a veces en paralelo o rodeado de otros viajeros. En mi
caso, tuve la suerte de estar rodeada de compañeros igual de excepcionales.

A veces, la vida nos presenta desafíos y depende de nosotros encontrar las herramientas
para superarlos. Cuando reflexiono sobre mi camino en Factoría de Talento, se me vienen
muchas palabras a la mente, pero ninguna define mejor mi experiencia que «extraordinaria».
Conocer a mis compañeros, de quienes he aprendido tanto y con quienes he descubierto
que las cosas pueden funcionar de maneras diferentes, ha sido todo un viaje emocional.

Conocer a mi equipo, que me ha aportado un inmenso valor en estos últimos meses y me
ha ayudado a definirme aún más. Conocer a los profesores, quienes me han guiado para
explorar mis múltiples facetas y atreverme siempre a descubrir un poco más, ha sido un
viaje de autodescubrimiento y crecimiento personal.

Notar cómo el programa se ha quedado en mí, semana tras semana, me ha hecho sentirme
más consciente y agradecida por cómo la vida coloca personas en nuestro camino para
enseñarnos y enriquecernos. Atreverse a abrazar esta experiencia, disfrutarla y enfrentar el
momento en que llega a su fin ha sido uno de mis mayores aprendizajes.
A veces, simplemente debemos aceptar las oportunidades que se nos presentan, abrazar
los cambios y vivir un poco mejor. Factoría de Talento me ha inspirado a hacer exactamente
eso, y por ello, estoy profundamente agradecida.

 

Gracias, siempre.
Elena.

QUE EL TALENTO FLOREZCA

Para que una planta germine, crezca y florezca, se necesita mucho más que una buena
semilla. Se necesita un suelo repleto de nutrientes; se necesitan agua y luz del sol, en
cantidades justas. Se necesitan muchas cosas, pero, en definitiva, se necesitan tiempo y
condiciones favorables a cada tipo de planta.
¿Qué se necesita, pues, para que florezca la semilla del talento de cada uno de nosotros?
Hace unos meses, mi respuesta hubiese sido bastante diferente. A día de hoy, después de
llenar mi vida durante 6 meses de Factoría de Talento, he descubierto la magia del
querernos, uno de los mejores nutrientes para esta planta que tanto atesoramos.
Qué importante es la gente de la que nos rodeamos. Durante 6 meses, hemos aprendido
juntos, hemos creado redes de seguridad juntos, hemos compartido momentos vulnerables
juntos, hemos trabajado juntos, y sobre todo, nos hemos reído juntos. Nos hemos querido
juntos, y todas esa diversidad de semillas, brotes y plantas ha florecido con diferentes
formas y colores. Los elementos individuales de esta red de seguridad nos hemos
convertido en partes de un jardín.
Quizás el talento florece al cogernos de la mano entre nosotros. Quizás el talento florece
cuando nos sentimos a salvo al decir en voz alta lo que pensamos. Quizás el talento florece
al reírnos juntos alrededor de una mesa en el mismo bar de Conde Casal cada jueves.