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Todos los caminos llevan a Roma

La sociedad te da un camino. Luego la gente que te rodea – tu familia, tus profesores, tus amigos – contribuye a delimitarlo y asentarlo como principal guía y objetivo. Este camino está compuesto por expectativas e ideales muy marcados, y se nos presenta a todos como la forma válida de existir y proceder: una basada en la memorización, las ciencias, la especialización, el trabajo y las promociones, el ser la persona en los grupos de gente, la búsqueda de admiración ajena, la perfección estética… [complete el lector con lo que considere – creo que todos estamos familiarizados con estas baldosas]. Si sigues este camino, maravilloso, ¡has acertado, éxito! Si no encajas en él — sea cual sea la razón — entonces cuidado con la sensación de fracaso y de invalidez; con sentirte perdida, fuera de lugar, alienada. De repente, la sociedad, que rinde culto a este camino, aparece como algo total y absolutamente ajeno a ti.

Totalmente perdida, infeliz, incómoda, insuficiente, experta en estrés y ansiedad — descripción que me ha servido de apellido durante mucho tiempo. Y es curioso, porque a mí el sistema me ha ido bien, sobre todo en el plano académico y profesional. He encajado en él; he conseguido entender cómo funciona y adaptarme a la perfección a sus exigencias, obteniendo notas excelentes, poniendo mis objetivos y ambiciones donde tocaba, valorando el trabajo y las responsabilidades por encima de todo lo demás. Yo encajaba, y encajo, con el camino. Sé caminarlo. Pero no me hace feliz, porque me ha ido obligando a dejar atrás pedacitos de mí. El arte, la música, el deporte, el tiempo de pensar y de descanso, la salud mental, el dedicar tiempo a lo que me gusta, a mis amigos y a mi familia. Todo va pasando a un plano secundario, a la parte baja de la pirámide de prioridades. Y con ello he ido adquiriendo esos apellidos que mencionaba al principio del párrafo, que ni son míos ni quiero que lo sean.

Después llegó el desarrollo personal, la deconstrucción. Con mi psicóloga comprendí e integré que mi valor no residía en una cifra. En Australia, que el éxito no radica en la carrera que estudies o el puesto en el que acabes, sino en vivir acorde a lo que te gusta y te hace feliz, en respetar tus tiempos, en cuidarte la cabeza; que se puede trabajar para vivir en lugar de vivir para trabajar. Con Dynamis he integrado que hay muchas maneras de estar y que todas tienen su razón de ser; que hay que buscar aquello que te gusta, valorarlo mucho y dedicarle tiempo. Que seas como seas y te guste lo que te guste, siempre hay un camino para ti, aunque a priori no sea evidente. Y así, poco a poco, y rebelándome conscientemente contra lo que se me ha dado, voy encontrando el mío. Eso sí, llega tarde. Y “nunca es tarde si la dicha es buena”, pero más o menos. Porque me hubiera ahorrado mucho sufrimiento si alguien me hubiera dicho todo esto desde el principio.

Me abro en canal de esta manera porque creo que no soy la única. Todo el mundo, de una forma u otra, y en mayor o menor medida, es víctima de las exigencias que marca el sistema. Y si yo lo he sufrido con creces, aun funcionando bien dentro de él, me pregunto qué pasa con todas las personas que no encajan. Aquellas que continúan por ese “único camino válido” aunque se les presente cual odisea insalvable que deben recorrer descalzos, sobre un suelo que quema y cargando con una mochila de tres veces su peso. Entonces caigo en la cuenta de que, hoy día, la tristeza es una epidemia, y que seguramente esto tiene mucho que ver con lo que os estoy contando. Hay muchísimas personas grises: trabajadores sin alma que viven por y para un trabajo con el que no conectan, en un anhelo constante de las próximas vacaciones o la jubilación; jóvenes y niñas perdidas y sin ganas, que no buscan su sitio porque no saben que existe y que, a menudo por esa misma razón, carecen de autoconfianza.

El problema es cultural y el cambio de perspectiva tardará en llegar. Seguiremos vanagloriando el camino, el trabajo y las salidas profesionales más ‘productivas’ por defecto. Pero es importante que tomemos conciencia de esta realidad y empecemos a parar – y sobre todo es fundamental que enseñemos a los niños y a las personas más jóvenes a hacerlo. Debemos enseñar competencias emocionales que faciliten el enfrentarse a esas exigencias; dar herramientas de autoconocimiento para que entiendan sus puntos fuertes y aprendan a apoyarse en ellos. Debemos también recalcar que existen mil millones de caminos aunque no se vean, que la escuela está para aprender, que dedicarte tiempo a ti mismo no es perder el tiempo y que lo más importante de todo es el respeto propio y la felicidad.

Seas quien seas, aplícatelo. Si todavía no te has cuestionado el camino, es buen momento para hacerlo. Y si estás entre los pocos que han cambiado ya su enfoque vital, comunícalo, porque puedes generar un impacto enorme en la vida de quien te escuche. Ojalá mi yo de hace unos años hubiera recibido ese mensaje de alguien como tú.