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Cuatro mil semanas

¿Cuatro mil semanas de qué? ¿Cuatro mil semanas para qué? Estas preguntas fueron las que me vinieron a la mente al leer el título del último libro del autor británico Oliver Burkeman. Obtuve la respuesta al navegar entre sus páginas: cuatro mil semanas de vida. Cuatro mil semanas para una vida media de 80 años. En mi caso, cuatro mil semanas para convertirme en cirujana, viajar a todos los continentes, aprender 10 idiomas, escribir tres libros, descubrir por qué estoy aquí, formar una familia y explorar la infinidad del conocimiento humano actual. (Y quizá alguna cosa más).

Si eres algo como yo, es probable tu cabeza esté echando humo y te haya empezado a caer una gotita de sudor por la frente. Seguramente te has agobiado con solo leer ese párrafo. Y, es más, si eres como yo, podría afirmar que vives en un estado de casi constante ansiedad al saber que nunca vas a poder hacer todas esas cosas. Que, en un mundo de infinitas posibilidades, tu tiempo es limitado. (Si te ves totalmente inafectado por esta realidad, por favor, házmelo saber, porque me encantaría saber cómo lo haces).

¿Cómo se convive con este miedo constante? ¿Con una ansiedad que llega a ser paralizante? ¿Cómo se sale del círculo vicioso? ¿Y cómo evitamos caer en la trampa de hacer cosas por hacer?

Honestamente, no creo que alguien tenga una respuesta válida, pero Oliver Burkeman se atreve a proponer estrategias para, por lo menos, manejar este sentimiento. Una de ellas debe medio funcionar, porque yo misma la llevo poniendo en práctica, al principio un poco inconscientemente, desde primero de carrera, y es lo que Burkeman denomina, de forma muy elocuente, el strategic underachievement. Mi traducción personal: la ley del mínimo esfuerzo aplicada con cabeza.

Esto consiste en, simplemente, decidir aquello que podemos hacer sin dar el 120%. Al fin y al cabo, si quieres abarcar más cosas, tienes que ser consciente de que llega un punto en el que no se puede apretar más. Pero está bien, no pasa nada. No tienes por qué ser nº 1 en absolutamente todo lo que hagas.

Por ejemplo, yo decidí que ya no iba a sacar dieces en la carrera. Sacarlos me suponía un sacrificio de tiempo que ya no estaba dispuesta a hacer. Si estudiando lo mínimo necesario podía aprobar, el resto del tiempo podía dedicarlo a mil y una otras cosas.

Pero, como todo en la vida, esto es muy fácil de decir, y muy difícil de hacer. En mi caso, surgieron dos conflictos internos que, aún hoy, estoy aprendiendo a manejar.

Por un lado, dejar de sacar dieces colisionaba directamente con mi identidad de “niña buena que saca las mejores notas de la clase”. Era el rasgo en el que me había apoyado durante toda mi vida, y, de repente, mis acciones ya no estaban alineadas con la historia que seguía contándome a mí misma sobre quién era, por no hablar de tener que gestionar unas expectativas externas (de amigos, familiares, profesores, etc.) que ya no correspondían con la realidad, y que por tanto podían acabar en decepción.

Por otro lado, y de manera muy relacionada, parte de mi identidad estaba formada por una ambición de querer ser la mejor en todo lo que hacía, desde las notas hasta los deportes, pasando por mis interacciones sociales. Desechar esa ambición, a la vez que mi identidad principal, fue, cuanto menos, impactante.

¿Cómo gestionar todo eso?

Ya lo hemos establecido, no hay una respuesta fácil. Gestionar una crisis existencial donde te das de bruces contra tu propia mortalidad ya es bastante complicado, pero si a eso le unes una crisis identitaria a varios niveles… Agárrate fuerte.

Yo no me atrevo a decir nada en concreto, creo que es cosa de cada uno establecer sus propios criterios, decidir cómo quiere dejar huella (si es que quiere dejarla), redefinir conceptos y perseguir aquello que considere más importante.

Se trata, en definitiva, de aprovechar las semanas que nos queden, sea cual sea nuestro concepto de aprovechar.

 

 

Escrito por: Bea Sanz, finalista Factoría de Talento Edición 8