En internet está todo menos el brillo de ojos
Un viernes de hace no demasiado volví a ese lugar del que hablo cuando digo que vuelvo a casa, a la calle donde mis hermanos y yo crecimos jugando. El día anterior habíamos tenido en Factoría una sesión sobre innovación en la que Andrea nos propuso resolver acertijos. Cleopatra y Marco Antonio sin vida. Un perro. Cristales en el suelo. No sé si pusimos en marcha el pensamiento lateral – principal objetivo de la actividad -, pero inventamos historias dignas del próximo drama de la gran pantalla. El tiempo limitado de la sesión me dejó con ganas de más así que ese viernes, en casa, utilicé la sobremesa de la cena para embarcar a mi familia en el proceso creativo. Las respuestas veloces y brillantes de mi hermana me hacían dudar si de verdad no conocía los acertijos con anterioridad. «Venga, Cristina, otro más», suplicaba. Y yo recitaba el siguiente mientras mi padre todavía meditaba qué narices hacía aquel hombre empujando un coche. Una vez habíamos dado con todas las soluciones y puesto fin a la velada, reflexioné que Factoría no es solamente para uno mismo, sino que también es, de alguna manera, para aquellos que nos rodean. Al día siguiente, mi hermana les contó a mis tíos qué es el pensamiento lateral y les regaló los acertijos. Días después, hizo lo mismo con amigos.
Este recibir y después dar solo ocurre si quien da en primera instancia siente hacia lo que ofrece una pasión ilimitada. Me viene inevitablemente una profesora a la mente. Tenía una misión complicada: hacer que alumnos de ciencias mostráramos interés por su asignatura, lengua y literatura. A mi parecer, sacó un diez. Andaba por la teoría rápido, justificando que hoy en día todo estaba en Internet. Ello le permitía dedicar una gran parte de los cincuenta y cinco minutos que duraba la clase a lo que verdaderamente es lengua y literatura: la lectura. Cada día traía sobre sus manos libros perfectamente apilados, diferentes a los del día anterior y siempre con una razón que respaldase la elección. Durante los dos años que abarcó mi Bachillerato – y en gran parte gracias a ella -, las letras me ocuparon y silenciaron sutilmente a las ciencias, que tanto empeño ponen siempre en mostrarse egocéntricas. Dicen que una vez aprendes a montar en bicicleta, el aprendizaje permanece para siempre. Con la pasión debe suceder algo parecido. Cuando alguien te la transmite, se queda. Hoy soy yo la que se llena las manos de libros para compartirlos.
Pienso entonces que venimos al mundo vacíos y que nos vamos llenando de lo que nos comparten aquellos con los que coincidimos. Permanece reciente en mi mente un viaje en metro en el que decidí observar a los que navegaban por su teléfono – algo así como el noventa por ciento -. Muchos lo hacían en Instagram. Es fácil adivinarlo por el baile que siguen los pulgares: se arrastran de abajo a arriba, ejecutan un doble toque, siguen arrastrando. Había en el vagón en ese mismo instante una chica muy joven compartiendo su talento en forma de canción. Cuando cesaron los acordes, le di algunas monedas y un “gracias por compartirte fuera de las pantallas”. Al hacerlo, le brillaron – todavía más – los ojos. No debe estar acostumbrada a que nos separemos de nuestros smartphones. El brillo de su mirada me resultó familiar y entonces, reparé en algo. Era el mismo brillo que vi en Andrea cuando nos habló de creatividad. El mismo que mi hermana debió ver en mí durante aquella sobremesa. El mismo que luego apreciarían mis tíos y sus amigos en ella. Y el mismo, también, de mi profesora de lengua.
Siento que el último año nos ha llevado a pensar que el virus es lo único que se puede contagiar. La pasión, sin embargo, se contagia mucho más. Pero solemos establecer – quizá sin darnos cuenta – medidas de protección que le resultan letales. Bajar la mirada a nuestros móviles es una de ellas. Mi profesora decía que en Internet está todo, pero ya entonces supe que estaba todo menos ese brillo de ojos.
«Compartir es vivir», que diría mi madre. Cuando pruebas a abrazar lo que otros te comparten, la vida es más bonita y la cadena, inabarcable.
Fijaos en esos a los que les brillan los ojos. Y si queréis verlos brillar todavía más, apagad vuestros smartphones y escuchad.