La aventura de sentir por Diego Rodríguez
De repente, miras al techo, tus ojos se humedecen y poco a poco empiezas a ver borroso. Estás llorando. Sí, llorando, pero al momento tu cabeza vuelve en sí y se pregunta a sí misma “¿Estás llorando?, para, como vas a estar llorando tú”. Y dejas de llorar, dejas de conectar con tus emociones y vuelves a colocar el mismo muro de siempre entre los sentimientos y tu consciencia.
Y te pasas así años y años, un tiempo en el que recurres al muro más veces de las que deberías, convirtiéndose en el único apoyo en tu cabeza que te ayuda a no derrumbarte, a evadirte, a seguir adelante e intentar que el mundo exterior no acabe de tumbar la última pieza de tu ajedrez antes del jaque mate. Ese muro acaba siendo tu mayor aliado, y le acabas viendo como una salvación a todos los problemas que te presenta un entorno cada vez más hostil. ¿Para qué voy a sentir, si haciéndolo me expongo a que me hagan más daño aún?
Con el paso del tiempo, el muro pasa a ser tu herramienta más útil frente a la vida. Te permite evitar que las inclemencias de lo ajeno te afecten, y tú sientes que tienes el control de todo. Crees que es imposible que te hagan daño, que tienes un dominio racional y total de tu pensamiento y de tus emociones. Nada te afecta, nada te duele, pero en el fondo lo que domina tu mente es eso, la nada. No experimentas lo negativo, tampoco lo positivo y dejas atrás tu lado más humano. Vives en un flashback continuo en el que valoras únicamente lo que ya ha sucedido porque has comprobado que no ha sido perjudicial para ti.
En tu cabeza empiezas a pensar que eres una piedra, que no sientes, y te frustra el ver que otras personas lloran, ríen, están tristes algunos días pero pletóricas otros días, y te preguntas “¿por qué yo no?”. Quieres experimentar la tristeza y el dolor, quieres llorar hasta quedarte sin aliento, quieres sentir el amor, quieres dar saltos de alegría, ansías sentir como el resto de personas que ves a tu alrededor.
Eres consciente de lo que te sucede, quieres cambiarlo, lo intentas, pero no eres capaz. Y de repente, llega ese alguien o ese acontecimiento que te da el empujón que necesitas para aventurarte en el pantanoso mundo de los sentimientos. No sabes muy bien qué ha pasado, ni qué has hecho para llegar a él, pero cuando te das cuenta estás de espaldas al muro, ese muro que has interpuesto durante tantos años entre las emociones y tu consciencia. Nunca antes habías estado detrás de él, y lo que parecía un mundo pequeño y sin importancia se abre delante de ti como un mundo inmenso y desconocido.
Caminas por él y de repente, tropiezas. Pero esta vez te duele, y vaya que si te duele. Ni tú mismo te explicas por qué, y te levantas y te sigue doliendo, pero al poco tiempo el dolor remite y te das cuenta de que has aprendido algo de esa caída. Y después, casi sin darte cuenta, estás riendo y disfrutando de las cosas que te suceden. Ya no piensas en los riesgos que te puede conllevar el hacerlo, ya no estás en ese estado de alarma continuo que te impedía centrarte en el presente. Ahora vives todo lo que te sucede de manera intensa. Ríes, estás alegre, pero también triste en algunos momentos y sientes rabia y enfado en otros. Has roto esa coraza que te protegía de los peligros, pero también de las alegrías. Has dicho adiós a ese muro que un día fue tu amigo, al que te ayudó cuando el entorno era hostil, pero ahora sabes que ya no lo es. Ahora poco a poco tendrás que ir explorando este nuevo mundo, lleno de sorpresas y de emociones por vivir aunque también de caídas que serán más duras de lo que esperas. Pero seguirás adelante, y aprenderás de cada caída al igual que de cada risa. Y sin darte cuenta te verás de nuevo mirando al techo, con los ojos humedecidos y empezando a ver borroso. Estarás llorando, pero ya no te preguntarás por qué, ya no te sorprenderás de ese llanto, ahora simplemente te dejarás llevar y dejarás que tus sentimientos afloren. Y aunque duela, una parte de ti estará tranquila, porque en ese momento te darás cuenta de que estás más vivo que nunca.