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¿Tenemos la responsabilidad de explotar nuestro talento?

Hace unos días, en un tren que iba de la Haya a Ámsterdam, un grupo de cinco personas empezamos a hablar de algo que siempre me ha intrigado: ¿qué grado de responsabilidad tiene sobre el desarrollo de su talento la persona que lo posee? Los cinco acabábamos de vivir, en las últimas horas, una experiencia de esas que alimentan todos tus sentidos y se instalan para siempre en tu corazón: habíamos conseguido ganar una competición internacional que nos apasionaba y para la que llevábamos meses preparándonos. Habíamos trabajado durísimo durante veinticuatro horas seguidas; habíamos compartido tanto el nerviosismo incontrolable como la alegría infinita; habíamos aprendido, sobre la marcha, a convivir con un ritmo frenético de sensaciones. En definitiva, de forma casi instintiva, movidos por algo en nuestro interior, habíamos puesto nuestra pasión al servicio de un objetivo que considerábamos noble: en este caso, colocar a nuestra universidad y a nuestro país en el lugar que merecía en este tipo de competiciones. Aunque nunca lo habíamos verbalizado de esta forma, creo que todos nos habíamos vaciado emocionalmente por esa razón: porque pensábamos que teníamos el potencial de generar un impacto. Y esa mañana de domingo de camino a Ámsterdam sentíamos algo así como la satisfacción del deber cumplido: habíamos materializado nuestro talento, lo habíamos convertido en algo tangible, lo habíamos utilizado para transformar la realidad.

Tener un talento es tener un poder. Todo poder puede generar un impacto; todo poder tiene un potencial transformador. Y se suele decir que todo poder conlleva una gran responsabilidad. La pregunta es: ¿Existe esa responsabilidad a la hora de explotar nuestro talento? ¿Tenemos esa obligación para con la sociedad?

En la parábola de los talentos del Evangelio de Mateo (14-30), hay una pequeña historia en la que Dios confía sus dones o talentos a tres personas: a la primera le dio cinco talentos; a la segunda, le dio dos; y a la tercera, le dio uno. La primera persona negoció con ellos, y consiguió otros cinco; la segunda hizo lo mismo, y consiguió otros dos; pero la tercera, atenazada por el miedo y la presión, cavó un hoyo y dejó allí su único talento. Cuando Dios volvió, alabó tanto a la primera como a la segunda, pero se mostró muy decepcionado con la tercera, hasta el punto que le retiró su talento. Entendía, como probablemente se entiende socialmente, que los talentos se entregan con la obligación de que sean desarrollados y den una respuesta fructífera, sin que el miedo, la pereza o la cobardía sirvan de excusa para no hacerlo.

Cuando hablamos del talento en estos términos, no puedo evitar pensar que a veces asociamos su explotación o su desarrollo con el concepto de trascender. Trascender significa “pasar de una cosa u otra” y, según la RAE, cuando se refiere a los efectos de las cosas, implica “extenderse o comunicarse a otras, produciendo consecuencias” y cuando se refiere a algo que estaba oculto, implica “empezar a ser conocido o sabido”. En general, todas las personas aspiran a trascender, de una manera u otra, en la vida. Y, a menudo, la explotación de tu talento se concibe como un medio para ello, como la herramienta para conseguirlo.

Sin embargo, se puede trascender de muchas formas, se puede impactar la realidad de múltiples maneras, se puede “ir más allá” por muchos caminos distintos. Conozco a una persona con un talento increíble para el deporte, con un enorme éxito profesional y con muchos logros conseguidos, que me dijo que su mayor éxito en la vida había sido traer a su hijo al mundo. Y conozco también a gente con enormes talentos que no tienen esa aspiración tan marcada por cambiar el mundo y prefieren desarrollar ese talento por medio de un impacto mucho más local, mucho más acotado al día a día de su entorno.

Creo, en definitiva, que no es fácil responder a la pregunta de la responsabilidad que tenemos para con nuestro talento, por dos motivos principales. Primero, porque hay muchas formas de exprimir el talento, sin que podamos establecer un estándar universal al que estemos obligados a llegar. Segundo, porque en ese afán humano y natural que tenemos por trascender, por cambiar las cosas, no siempre tiene por qué intervenir el talento; es decir, no todo en nuestra vida tiene que hacer ecuación con ello. El talento y su desarrollo es, por el contrario, algo libre, algo dinámico, y eso encaja mal con su configuración como una obligación. Evidentemente, no creo que, si alguien tiene una flor, deba enterrarla bajo tierra sin que vea la luz del sol; pero sí creo que, al final, hay múltiples maneras de aprovechar su belleza.

 

Escrito por: Nazaret González, finalista de la edición 9