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Cantar en la hoguera: Ensayo breve sobre las posibilidades del Idealismo por Maximilià Bogunyà

El idealismo es una escuela de pensamiento filosófico donde Platón y Hegel son los máximos exponentes. Sin embargo, el significado coloquial del concepto refiere al conjunto de ideas y creencias de una persona. Es más, solemos decir que una persona es idealista cuando, motivada por un noble deseo de hacer el bien y contribuir a la sociedad, hace todo lo posible por convertir este mundo en un lugar mejor para todos.

Siendo ésta la percepción general sobre el idealismo, sería de esperar que toda persona optara por vivirlo. Basta con echar un vistazo a nuestra sociedad para entender que no es así. No todos se esfuerzan por contribuir proactivamente en la construcción del bien común. Ésta es una constatación sorprendentemente dolorosa de la que surge, necesariamente, una pregunta: ¿Si el idealismo, entendido como deseo de hacer el mayor bien posible, es connatural al ser humano, por qué una amplia mayoría no lo vive?

A menudo escucho a personas de mirada apagada pronunciar sentencias del tipo: “El idealismo es cosa de la juventud, después se madura”. Al parecer, la única posibilidad del idealismo es un cínico desencanto. Renunciar para convertirse incluso en aquello contra lo que antes se luchaba. Para muchos, madurar es sinónimo de una inevitable corrupción. Desde su punto de vista, para vivir, es necesario mancharse las manos.

¿Cómo puede alguien llegar a pensar de este modo, cuando el punto de partida era hacer el bien? En mi opinión, la respuesta reside en la suma de dos factores: el sistema social y la fragilidad humana.

A primera vista, los habitantes de los países “desarrollados” somos unos privilegiados. Nuestra generación y la de nuestros padres ha vivido en tiempos de paz. Se supone que conocemos la guerra por las películas. ¿Pero es esto verdad? En 1994, Michel Houellebecq escribía una novela de título esclarecedor: ‘Ampliación del campo de batalla’. El autor deja entrever cómo la violencia que antes se experimentaba en un campo de batalla, se sufre ahora en una oficina. Un capitalismo desenfrenado y alimentado a ritmo de cocaína es tan aterrador como las armas de destrucción masiva. No mata, pero deshumaniza.

Al parecer, las buenas intenciones no dan para vivir. Hace falta pan para comer, no ideales. Debiendo procurarse un medio de subsistencia, son muchos los que renuncian y se aferran a aquello que encuentran sin plantearse si es bueno o malo. La mayoría se siente con las manos atadas. Parece que el soñar es un lujo reservado para privilegiados que no deben trabajar para llegar a final de mes.

Desde luego, vivir en nuestra sociedad es duro. Para la mayoría, salir del cascarón familiar y enfrentarla es un duro golpe. No todo es tan bonito ni tan simple como imaginábamos. Hacer el bien no es fácil. Este mundo no funciona como los videojuegos. Estás dentro de un sistema sobre el que tienes control casi nulo.

Muchos filósofos han tomado consciencia de este hecho y han escrito al respecto con sensibilidad e inteligencia. Jean Paul Sartre, decía “el infierno son los otros”. Thomas Hobbes llegó a afirmar “Homo homini lupus” (El ser humano es un lobo para sí mismo). Jean-Jaques Rousseau, buscando un paraíso perdido, llegó a plantear la hipótesis del “Buen salvaje” como condición primigenia y pre-social para el ser humano. Al parecer, vivir en sociedad puede llegar a ser muy complejo y doloroso.

Llegados a este punto y tomando por ciertos los argumentos expuesto, es necesario interrogarse de nuevo y preguntar: ¿Cuáles son entonces las posibilidades del Idealismo? Sin lugar a duda, el aislamiento social no es una alternativa.

Contra el cinismo agrio de quienes entienden la madurez como renuncia, existe la alternativa del escepticismo moderado. En la crítica de los cínicos hay algo de cierto: en este mundo no podemos ser ingenuos. El idealismo adolescente suele pecar de simple. No se cambia el mundo con solo quererlo y son innumerables los factores que entran en juego. El escepticismo introduce la posibilidad de dudar de forma crítica sobre todo aquello que asumimos o los demás asumen como verdad. El gran descubrimiento del escéptico consiste en entender por qué piensa lo que piensa y, sobre esta base, tener la capacidad de corregir o ampliar la verdad sobre la que funda sus ideales. Es decir, el Idealista maduro debe replantear su visión sobre la realidad en función del conocimiento que adquiere de la misma. Un idealismo maduro es un idealismo práctico, puesto que no se centra en la perfección de lo abstracto, sino en las posibilidades de lo concreto.

Esta premisa nos permite avanzar hacia una nueva oportunidad. Es posible ser idealista dentro del presente sistema social. Ciertamente, son muchos los que sucumben a su efecto deshumanizador. No me gusta etiquetar a quien obra mal como persona mala. En la mayoría de los casos, estoy convencido de que no hay una voluntad consciente de hacer el mal. Si percibo en cambio, debilidad y autojustificación. Por eso, el idealismo maduro es aquel que, frente a un mal concreto, no responde con una aspiración abstracta. Responde con un bien concreto.

A fin de explicarme mejor, creo que es reveladora la figura del jefe workaholic y déspota. Éste reafirma su identidad en el poder que la jerarquía profesional le confiere. Se siente fuerte porque se impone a los demás y resiste un ritmo de trabajo desproporcionado, pero a mi entender es tremendamente débil. Ha sucumbido y perdido su humanidad. Hace el mal y lo justifica excusándose en que “no hay otro modo de hacer las cosas”.

En un contexto profesional opresivo, quizás lo más fácil e instintivo fuera defenderse. Responder a un ataque con un contraataque. Algunos, llevados del escrúpulo o una mal entendida prudencia, optan por la pasividad. No hacen ningún mal, pero tampoco hacen bien alguno. El punto clave reside en la posibilidad de aprovechar la circunstancia adversa para convertir el Ideal en una realidad. La gran oportunidad consiste en devolver bien por mal. En medio de las llamar de este infierno, todavía es posible cantar en la hoguera.

Ante un sistema social deshumanizador, se puede responder desde dentro del sistema con acciones conscientemente libres y humanas. A quien me hace el mal, no tengo por qué hacérselo yo también. Puedo responder proactivamente con el bien. Una respuesta positiva a un estímulo negativo, en este caso, da un doble resultado positivo. En primer lugar, la consciencia de quien obra bien sigue tranquila y alineada con su ideal. En segundo lugar, se produce quizás el efecto más sorprendente… Obrando bien es posible devolver la esperanza a quien la había perdido, pues ve con sus propios ojos que es posible preservar una opción de vida idealista en medio de este mundo.

Finalmente, y no menos importante, es necesario no perder de vista la fragilidad de quien quiere vivir el ideal. No somos de piedra, somos de carne. Estamos expuestos al impacto continuo de la realidad que nos rodea. Por ello, para perseverar en el deseo de hacer el bien, es necesario nutrirse de aquello que mantiene los ideales con vida. A mi parecer, nada mejor que las buenas amistades, el arte en general y buscar ambientes donde se promocione proactivamente el cambio del ‘status quo’ socio-económico.

Concluyo así esta reflexión sobre las posibilidades del idealismo. Soy consciente de que quedan muchos puntos por desarrollar. Baste con dejar claro que sí es posible ser adultos con ideales. No es una opción fácil. Es necesario desarrollar el sentido crítico y optar conscientemente por tomar decisiones concretas que nos lleven a los objetivos a los que aspiramos. Ciertamente, la historia habla de cambios disruptivos, pero a mi parecer lo habitual es cambiar el mundo y convertirlo en un lugar mejor a partir de pequeñas opciones cotidianas.