Lo importante, lo serio, y viceversa por Estela Villarabide
Dejé de escribir cuándo empecé la universidad. Había romantizado una carrera que prometía inspiradora, y a cambio encontré una cárcel que me despojaría de mis compañeras de viaje con la promesa de un futuro mejor. Aparqué la literatura y las libretas, cerré el blog y centré todos mis esfuerzos en una carrera que ni me inspiraba, ni me convencía. El sacrificio de dejar de lado todo lo que me había identificado hasta entonces valdría la pena por conseguir un expediente inmaculado, pero pasaban los meses, las notas bajaban y mi ánimo decaía. Lo único que se mantenía era mi férrea convicción de que lo serio era lo más importante.
Hasta los diecisiete años lo serio en mi vida se había compaginado con los libros y los cuadernos. Las páginas y la tinta fueron testigos directos de primeras veces. Trasnoché por primera vez con once años para terminar El niño con el pijama de rayas, el mismo año que mi profesor favorito ponía el grito en el cielo porque a pesar de devorar libros “no era capaz de distinguir la v o la b”. Venían conmigo a todas partes: al conservatorio, al cámping, a la tienda de mi madre… y conmigo se vinieron a Estados Unidos con 16 años, plasmados en un blog al que llamé “Con los libros a otra parte”. Mi entrada a la universidad supuso otra primera vez, cuando dejé de lado a mi pasión.
Mis vivencias a partir de ese momento se esconden tras una neblina gris acompañada de la monotonía. Salir de mi piso de 25 metros cuadrados a las ocho de la mañana, aguantar cinco horas de clase, volver a casa para la siesta y quejarme por las noches de mi incapacidad de pegar ojo. Regresaba a Galicia cada quince días porque creía que el problema era Madrid, o la carrera, o el piso, o el ambiente… No encajaba con mis compañeros, que después de cinco horas de clase utilizaban el trayecto en tren para seguir hablando de las teorías políticas. No encajaba con mi barrio, que me recordaba cada sábado que a mi antes me gustaba salir. No encajaba.
“Cuando todo a tu alrededor está bien menos tú, igual el problema no son los demás,” me dijo mi madre en algún momento de esa crisis de comienzo de ciclo. Es uno de esos aprendizajes que no aprecias en el momento, pero decides guardártelo para después a sabiendas de que será útil.
La vida siguió, y no dejé la carrera. Volé de nuevo a otro país, esta vez sin los libros ni los cuadernos, pero me traje suficientes sentimientos e historias para escribir tres novelas. Regresé con la certeza de que no tenía que emocionarme mi carrera académica como a mis amigos, y que a ellos no tenían que apasionarles mis proyectos. Me reconcilié con Madrid y su ambiente, y eché de menos mi antiguo barrio, culpándome cada día de no haberlo apreciado lo suficiente. Estudié, trabajé, me reí bebiendo cerveza mala, conocí a gente nueva y me metí en Factoría. Viajé a Egipto y a Bruselas en menos de 30 días, aprobé nueve asignaturas en una convocatoria y cuidé de mis amigos como ellos cuidaban de mi.
Y cuando cerraron la universidad, yo volví a escribir. Recuperé mis libros y mis cuadernos mientras el virus se apropiaba de nuestra antigua realidad. Regresé al hogar familiar, dónde no había vivido desde que me fui con mis libros a otra parte. Leí más de los que había leído el año anterior, escribí relatos que enseñé a mis amigos más cercanos, empapelé mis paredes con ideas para no olvidar y volví a trasnochar entre tinta y papel. Escribiendo y leyendo encontré mucha razón en quien era y el proceso de pérdida que había sufrido. Escribí sobre amistades que llevan años sin estar, de familiares que nos dejaron, de amores que habían prometido no irse. Pero también me detuve en la esperanza de un futuro con mejores acompañantes, describí las fiestas que celebrarán la bienvenida de nuevos miembros y plasmé la esperanza de amores que no tendrán que prometer para cumplir.
Escribí y leí porque siempre ha estado en mi, convenciéndome esta vez de que lo importante, hay que tomárselo muy en serio.